Manuel Torres es un jubilado de 70 años, que vive solo en una pequeña casa de dos pisos con paredes mitad de ladrillos y mitad de internit. Vive así solo, desde que murió su esposa Asunción, hace dos años, producto de un cáncer al estómago que en menos de 6 meses la alejó de su profesión de educadora de párvulos primero y de las ganas de seguir viviendo después. Se cambiaron a esa casa cuando ya ambos sabían soportar la idea de vivir juntos sin nadie que los distrajera del desamor. Claro que no siempre había sido así. Ambos se conocieron mientras Manuel cumplía con su servicio militar obligatorio en el regimiento de la calle Estadio, mientras Asunción vendía cigarrillos en el negocio de la calle Carrera justo enfrente del regimiento. Manuel nunca olvidó la vez en que ella entró a ese boliche y reconoció en los ojos de una pálida jovencita de brazos delgados, la razón por la que soñaría durante meses con la idea de ser feliz amando y siendo amado.
Como imaginó, desde ese momento no hubo noche en los meses venideros en los que Asunción no se le apareciera en los sueños llamándolo desde muy lejos o pasando por su lado o huyendo de sus brazos con una risa cómplice e infantil mientras él vivía en el sueño de alcanzarla y decirle lo que nunca se habría atrevido a decirle.
Nunca, a menos que ella se hubiese hecho cargo de acercarlo. Lo hizo a través de la única cosa que hasta ese entonces los unía. Esa tarde al sacar el pucho suelto de la cajetilla, tomó la lapicera que estaba amarrada junto a las boletas y escribió en el papel blanco del cigarrillo con letra imprenta el nombre Asunción y se lo entregó a ese hombre moreno y alto con olor a tierra húmeda y con manos de gigante que le hacia tiritar las rodillas cada vez que le pedía prestados los fósforos para encender su pucho de la tarde.
Cuando Manuel recuerda esos tiempos le parece que es imposible que esa jovencita sea la misma que terminó por refugiarse en su trabajo de profesora que ejercía con dedicación durante el día, pero que seguía ejerciendo en la noche al llegar a casa, preparando materiales y poniendo notas a dibujos indescifrables, hasta postergarlo a él y al amor que los unía…
Como imaginó, desde ese momento no hubo noche en los meses venideros en los que Asunción no se le apareciera en los sueños llamándolo desde muy lejos o pasando por su lado o huyendo de sus brazos con una risa cómplice e infantil mientras él vivía en el sueño de alcanzarla y decirle lo que nunca se habría atrevido a decirle.
Nunca, a menos que ella se hubiese hecho cargo de acercarlo. Lo hizo a través de la única cosa que hasta ese entonces los unía. Esa tarde al sacar el pucho suelto de la cajetilla, tomó la lapicera que estaba amarrada junto a las boletas y escribió en el papel blanco del cigarrillo con letra imprenta el nombre Asunción y se lo entregó a ese hombre moreno y alto con olor a tierra húmeda y con manos de gigante que le hacia tiritar las rodillas cada vez que le pedía prestados los fósforos para encender su pucho de la tarde.
Cuando Manuel recuerda esos tiempos le parece que es imposible que esa jovencita sea la misma que terminó por refugiarse en su trabajo de profesora que ejercía con dedicación durante el día, pero que seguía ejerciendo en la noche al llegar a casa, preparando materiales y poniendo notas a dibujos indescifrables, hasta postergarlo a él y al amor que los unía…
3 comentarios:
...y cómo continúa...por favor, por favor !!!
esta vez sólo pasé sin decir nada.
Saludos
que linda historia, lamentablemente pasa más seguido de lo que uno quisiera, nos refugiamos en nuestros trabajos, olvidándonos de las cosas de verdadera importancia y de las personas que nos rodean.
Gracias por visitar mi espacio, quedas invitado para cuando tenga ganas de pasar a oler flores frescas y refrescarte en el agua de río.
Oye y si de verdad eres el viejito pascuero, podrías darme el mail para hacer mi pedido, te aviso que la lista es larga. Jajajajaja
Que tengas una buena semana.
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